20.6.11

La eternidad y un día




Siguiendo con el plan familiar de renovar la cocina, compré cuatro tazas. Una para cada uno. Mientras las lavaba, Vicky elegía los colores: "La mía es la amarilla, la de Joaco es la celeste", y así. Las ordeno en el estante y le explico que esas son de las que se rompen así que hay que cuidarlas más, "porque nos tienen que durar hasta que seamos viejitos".


-No, mami -me contesta muy sabionda-, nos van a durar hasta que se rompan.


Otra vez sus lecciones de la vida cotidiana que me hacen repensar todo lo que le digo y me hacen tanta gracia.


Al día siguiente estoy en el súper sola, todos se quedaron en casa desayunando (y estrenando las tazas nuevas).


Me suena el celular, es Hernán para saber si falta mucho y para decirme que Vicky quiere hablarme.


Después de preguntarle si estaban haciendo lío o se estaban portando bien (a lo que me dijo, como siempre que sí, que todo lo más bien con papi), indagué un poco más:


-¿Ya desayunaron?


-Sí, mami, pero tengo que decirte algo...


-... (me la vi venir: algo en el tono de su voz, algo en los ruidos de fondo...)


-Mami, ¿te acordás lo que te prometí ayer de las tazas?


-Sí.


-Bueno, la mía ya duró.


-...



No pude parar de reírme en todo el camino de vuelta.
La taza amarilla ya fue. Duró todo lo que tenía que durar pero la anécdota queda acá para volver a ser contada muchas veces más.







































































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